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LA VIRGEN DE SAN JERÓNIMO

El Museo Diocesano del Obispado de Ciudad Real exhibe, en primicia, y como “Obra del Mes”, un bellísimo lienzo que destaca entre los tesoros que cobija la exposición permanente; una pintura de grandes dimensiones  de 1841, firmada por Federico de Madrazo y Kuntz (F. de Madraza) en Roma, en el que se representa a “La Virgen de San Jerónimo”.

Esta obra ha sido cedida por tiempo indefinido por la Fundación Lola Valverde, de Daimiel. Se puede contemplar en la Sala II.

Se trata de una espléndida y exquisita obra ejecutada por el pintor, dibujante y litógrafo Federico de Madrazo (1815-1894), nacido en Roma, hijo y padre de artistas, pintor de cámara de Isabel II, director del Museo del Prado y de la Real Academia de San Fernando.

Pintor prolífico, fue uno de los artistas más internacionales y uno de los pocos representantes en España de la corriente académica. Una figura fundamental en la pintura española del siglo XIX.

Federico de Madrazo estuvo en Roma y fue en Parma donde pudo admirar la, excepcional pintura de “La Virgen de San Jerónimo” que el pintor, de una calidad exquisita, Antonio Allegri, llamado “Il Correggio” había pintado en 1527 para la iglesia de San Antonio de dicha ciudad. La impresión que a Federico de Madrazo causó esta extraordinaria pintura, rebosante de elegancia y belleza le motivó a realizar una copia de la misma que terminó firmando en Roma 1841.

El tema representado, es la presentación a Jesús, por San Jerónimo, de la traducción de la Biblia del hebreo al latín popular, según la tradición Vulgata.

Las figuras moldeadas suavemente, están dispuestas en un semicírculo alrededor de la Madre de Dios, ubicadas en un ambiente de lo más naturalista;A la izquierda de esta escena aparece la imponente figura de San Jerónimo, con pelo y abundante barba, acompañado por el león que es su símbolo iconográfico. El ángel apoya la Biblia dirigiéndose a la Virgen y al niño, como si tuvieran su consentimiento. El pergamino, la escritura antigua, todavía está apretado en la mano de Jerónimo. Cada personaje está representado absorto en su propio gesto: la Virgen tratando de cubrir, tal vez para secar al niño, mira con una suave sonrisa al bebé sentado en su regazo; El pequeño Jesús, con una mano acaricia el cabello de María Magdalena, con la otra alcanza, intrigado, la “Gran Biblia” que San Jerónimo y el ángel le muestran. Al otro lado, a la derecha aparece la bella presencia de María Magdalena que se inclina hacia el niño, casi en abandono, en un delicadísimo gesto de besar el pie del Niño Jesús, que a su vez acaricia su grueso cabello. A su espalda un cautivador angelito que se enrosca la nariz oliendo la vasija de ungüento de la Magdalena. La conexión entre gestos y miradas enfatiza el intenso vínculo entre las figuras.

Se han eliminado las arquitecturas clásicas grandilocuentes de los autores del Renacimiento, y simplemente coloca a la figuras en un bosque, pero a pesar de ello consigue esa esplendidez gracias a un dosel rojo que en una disposición diagonal, a modo de entoldado cobija a los personajes; esta composición está acentúa por el juego de colores, como el rojo de las cortinas que vuelve al manto del Santo a la izquierda, o como el amarillo dorado que reverbera del manto de la Magdalena en el libro y en el rostro del Ángel; al mismo tiempo es capaz de trabajarse con delicadeza el paisaje que sirve de fondo a la escena. Un paisaje propio de la región de la Lombardíay que de alguna manera evoca al genial Leonardo da Vinci, uno de los grandes referentes en el arte de Correggio. Esta admiración también se puede ver en los rostros de los personajes, especialmente en el de la Virgen, que llama la atención por su belleza, y por la delicadeza, casi esfumada, que es un rasgo distintivo de este autor.

Destacar también, el calor que emana de la luz que baña toda la escena o la naturalidad con la que se disponen todas las figuras, la elegancia en los gestos con los que se comunican entre sí, sus miradas, la habilidad artística para describir las texturas de sus vestimentas o la normalidad de sus cabellos.

Se trata de una obra de gran refinamiento, delicadeza del color y dinamismo, obtenido gracias a la concatenación de gestos y miradas. Impera en todo el conjunto un intenso espíritu afectivo y sentimental lleno de ternura y la gracia expresiva.

Federico de Madrazo supo comprender y captar de la pintura original de Correggio la trascendencia espiritual y la grandeza anímica de todos los personajes.

Texto: Ana María Fernández Rivero